Queremos publicar un fragmento de la crónica “María
Rodríguez (o La Primera Comunión de Jorge Glem)” escrita por el por poeta Willy
McKey, en 2015, a propósito de un concierto en Caracas en homenaje a María
Rodríguez. Escogimos lo referido al gran músico oriental Mónico Márquez quien
por estos días celebra los quince años de su Grupo Estribillo. La crónica
completa se puede leer en el blog de Willy McKey en el portal Prodavinci.
Tras la puerta de vidrio que separa los escalones
exteriores de la entrada a los camerinos y al escenario está la figura
irrepetible de Mónico Márquez, el amo oriental de la cuereta. Se lleva las
manos al sombrero, abre los ojos y exclama asuntos que el vidrio deja ver pero
impide escuchar.
Al cruzar la transparencia, el tema que lo ocupa no es un
reclamo por alguna falla de los roadies ni dudas sobre los músicos que todavía
no llegan:
— ¿Cómo va a costar mil y pico e’ bolívares un pedacito de
atún así? ¡Ni que a esos bichos hubiera que echarles comía!
Su indignación contrasta con la risa amable que despierta
en quienes lo escuchan mientras, detrás, el maestro Remigio “Morocho” Fuentes
afina el set-list y le pregunta a Aquiles Báez si puede decir unas palabras
antes de cada joropito. Ambos maestros son joyas benditas por la música, el mar
y el recuerdo de María Rodríguez, la mujer a la que en unos minutos le van a rendir
homenaje.
Alguien advierte que “Aquí hay demasiados orientales.
Haberlo sabido y me traigo una muda de ropa, porque ve a saber a qué hora se
termina esto”. Y su voz es la de un profeta que no sabe cuánta razón tiene en
eso que acaba de decir.
Alfonso Moreno, el director musical de esta noche, está
terminando la prueba de sonido. Han cambiado tres veces el cable que amplifica
su cuatro. Paciente, en la silla donde pasará las próximas dos horas y algo,
mira el techo del Teatro Chacao y dice. “Está bonito esto. Provoca que venga
gente”.
Y vino gente.
¿Cómo describir el tsunami de ternura y maestría que inundó
el Teatro Chacao cuando Mónico Márquez apareció con la cuereta al hombro? Las
herramientas de la escritura cojean cuando aparece lo inefable.
Podría contar el momento en que le agradeció a “ese señor
llamado Aquiles Bai” que su cuereta haya sonado en el Smithsonian. Podría
contar que el aplauso más sonoro del concierto fue una respuesta a su inocente
“La música oriental es un asunto que es muy bonito”. Podría citar de memoria su
versión de la propiedad conmutativa de su joropo cuando explicó, antes de tocar
“El Garrapatero”, que “estos joropos que se tocan en acordeón también pueden
tocarse en mandolina y esos que oyeron en mandolina, si quieren, yo se los
puedo tocar en acordeón… y cuando uno se da cuenta de eso en la música,
entonces entiende porque toda es tan bonita”. También podría escribir que
presentó “El Amanecer” como “un joropo que yo inventé”, para luego arrepentirse
a la salida del concierto y explicarle a un círculo de mujeres que lo esperaba para
sus selfies que “uno no inventa la música, porque la música está ahí,
desde el mar hasta los pájaros”. O contarles cómo Jorge Glem se cambió de lugar
en bambalinas para poder darle un abrazo antes de entrar a tocar su última
pieza de hoy. Pero ni contando cada una de estas variantes de la emoción daría
con algo que se acercara a tanto, a todo.