Abr
2018

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Memoria del terremoto del 29


Las casas se mecían como árboles
Ramón Madriz Sucre

El 17 de enero de 1929, Cumaná fue conmocionada por un fenómeno natural siempre presente en la vida de sus ciudadanos: un terremoto. No era el primero; una serie de movimientos telúricos han acompañado la historia de esta ciudad. El terremoto del 29 dejó cicatrices que con el tiempo se borraron: las casas fueron demolidas o reconstruidas y los muertos enterrados, pero el hecho no se olvida porque, de alguna manera, configuró lo que somos actualmente como ciudad, como pueblo.

El siguiente texto es el resultado de una entrevista realizada por Rubi Guerra a don Ramón Madriz Sucre en 1985.

Esa mañana, mi hermano y yo estábamos ocupados en el pequeño negocio que habíamos iniciado en 1925, Mercantil Samadriz. Un embarque había llegado, pero teníamos un problema de espacio; teníamos mucha mercancía; cuando venía un embarque había que buscar la forma de acomodar aquello, y empezamos “mueve eso para acá, mueve eso para allá, bota aquello, acomoda el vino aquí”, y en eso estábamos cuando se presenta aquella cosa que nadie sabía qué era; si la tierra se movía o si se hundía. Para una persona que nunca ha sentido un terremoto la experiencia lo trastorna y no le deja adivinar qué es lo que está ocurriendo. Una cosa sorprendente.

Yo siempre había oído de muchacho muchas recomendaciones que se me quedaron grabadas; por ejemplo: mi padre apartaba todos los muebles en el camino, en el caso de tener que correr a las dos de la mañana por un terremoto. No podía haber una silla atravesada, eso era algo que no se le ocurría a nadie. Así que se apartaban esas cosas por si había que correr. También nos recomendaban preferiblemente no correr y buscar un refugio, preferentemente bajo el marco de la puerta. En efecto, la pared se puede caer, pero generalmente ese sector queda en pie. Eran previsiones dictadas por siglos de experiencias con los terremotos.

Cuando ocurrió esto yo traté de agarrar a mi hermano por un brazo y recuerdo que le dije “no corras”. Así que yo no corrí; no por valor, sino todo lo contrario: estaba más asustado que Dios sabe qué cosa. Pero lo cierto es que Julio salió, corrió y no le pasó nada. Pero yo no quise correr y entonces me ubiqué en la puerta, luego vi un patiecito y me pareció que aquello estaba muy descampado; y, con todo el temor que cargaba dentro, caminé los metros que me llevaban hasta el patiecito aquel.

Desde donde me encontraba yo me sentía más seguro que la gente que estaba en la calle. “Es muy, muy difícil que aquí me alcance una teja”, me dije. Se cayó una pared, pero no hacia el lado donde me encontraba. “Hombre, voy ganando terreno”, pensé. Desde mi posición pude observar muchos fenómenos interesantes. Uno de ellos me tuvo cavilando durante minutos. Era una nube blanca que se elevaba cada vez más. Resultó que la Catedral se había venido abajo y estaba construida con sillería de muy baja calidad, y cuando se derrumbó se transformó en talco, en polvo tenue que se elevaba como si fuera humo. Yo me decía: “Esa nube ¿será algo que se quema? Pero el humo es demasiado blanco.” Imagínese una construcción del tamaño de la Catedral hecha de ese material; cuando se vine al suelo se volvió polvo y eso era lo que yo veía.

Cuando una hora después salí a la calle, todo el mundo pensó que había sido una tarde de coraje y valor. Todo lo contrario: yo estaba más asustado que todos los que estaban en la calle. Me quedé dentro hasta que pasó y se serenó todo.

Aquello pudo durar unos quince minutos. No de movimiento continuo, sino “espasmódico”; es decir, que hubo un primer movimiento fuerte y luego calma unos instantes, después uno débil y calma, luego otro fuerte.

A pesar de que prácticamente todas las casas resultaron dañadas, los muertos no pasaron de cincuenta y los daños materiales no fueron mayores por el tipo de construcción. La mayoría de las casas eran de bahareque, que es muy flexible, no macizas. Horcones de madera unidas con cañas y recubiertas de barro. Las casas se mecían como árboles.

A las pocas semanas Cumaná comenzó a llevar su vida normal. La gente comenzó a tomar confianza y siempre quedaba algún cuarto más o menos servible y todo el mundo se fue acomodando poco a poco en sus casas. La ayuda del gobierno fue verdaderamente ridícula. Dio 500.000 bolívares que tal vez alcanzaran para alimentar a la población de Cumaná durante un mes. No más. Sin embargo, este es un pueblo trabajador y en poco tiempo ya se había reactivado la vida económica, se comenzaron a reparar las casas y negocios, aparecieron nuevas empresas.

A pesar de la cercanía del mar, no hubo maremoto. Pero el nivel del agua sí subió. Se inundó eso enorme sabana que hoy está construida, donde vemos el viejo aeropuerto y la Zona Industrial de San Luis; eso era una inmensa sabana de kilómetros para adentro y el mar llegó hasta el cipote viejo. Tal vez subió medio metro y luego se fue extendiendo. Menos mal que no hubo maremoto propiamente dicho, con sus consecuencias catastróficas.