Las casas se mecían como árboles
Ramón
Madriz Sucre
El
17 de enero de 1929, Cumaná fue conmocionada por un fenómeno natural siempre
presente en la vida de sus ciudadanos: un terremoto. No era el primero; una
serie de movimientos telúricos han acompañado la historia de esta ciudad. El
terremoto del 29 dejó cicatrices que con el tiempo se borraron: las casas
fueron demolidas o reconstruidas y los muertos enterrados, pero el hecho no se
olvida porque, de alguna manera, configuró lo que somos actualmente como
ciudad, como pueblo.
El
siguiente texto es el resultado de una entrevista realizada por Rubi Guerra a
don Ramón Madriz Sucre en 1985.
Esa mañana, mi hermano y yo estábamos
ocupados en el pequeño negocio que habíamos iniciado en 1925, Mercantil
Samadriz. Un embarque había llegado, pero teníamos un problema de espacio;
teníamos mucha mercancía; cuando venía un embarque había que buscar la forma de
acomodar aquello, y empezamos “mueve eso para acá, mueve eso para allá, bota
aquello, acomoda el vino aquí”, y en eso estábamos cuando se presenta aquella
cosa que nadie sabía qué era; si la tierra se movía o si se hundía. Para una
persona que nunca ha sentido un terremoto la experiencia lo trastorna y no le
deja adivinar qué es lo que está ocurriendo. Una cosa sorprendente.
Yo siempre había oído de muchacho
muchas recomendaciones que se me quedaron grabadas; por ejemplo: mi padre
apartaba todos los muebles en el camino, en el caso de tener que correr a las
dos de la mañana por un terremoto. No podía haber una silla atravesada, eso era
algo que no se le ocurría a nadie. Así que se apartaban esas cosas por si había
que correr. También nos recomendaban preferiblemente no correr y buscar un refugio,
preferentemente bajo el marco de la puerta. En efecto, la pared se puede caer,
pero generalmente ese sector queda en pie. Eran previsiones dictadas por siglos
de experiencias con los terremotos.
Cuando ocurrió esto yo traté de
agarrar a mi hermano por un brazo y recuerdo que le dije “no corras”. Así que
yo no corrí; no por valor, sino todo lo contrario: estaba más asustado que Dios
sabe qué cosa. Pero lo cierto es que Julio salió, corrió y no le pasó nada.
Pero yo no quise correr y entonces me ubiqué en la puerta, luego vi un patiecito
y me pareció que aquello estaba muy descampado; y, con todo el temor que
cargaba dentro, caminé los metros que me llevaban hasta el patiecito aquel.
Desde donde me encontraba yo me
sentía más seguro que la gente que estaba en la calle. “Es muy, muy difícil que
aquí me alcance una teja”, me dije. Se cayó una pared, pero no hacia el lado
donde me encontraba. “Hombre, voy ganando terreno”, pensé. Desde mi posición
pude observar muchos fenómenos interesantes. Uno de ellos me tuvo cavilando
durante minutos. Era una nube blanca que se elevaba cada vez más. Resultó que
la Catedral se había venido abajo y estaba construida con sillería de muy baja
calidad, y cuando se derrumbó se transformó en talco, en polvo tenue que se
elevaba como si fuera humo. Yo me decía: “Esa nube ¿será algo que se quema?
Pero el humo es demasiado blanco.” Imagínese una construcción del tamaño de la
Catedral hecha de ese material; cuando se vine al suelo se volvió polvo y eso
era lo que yo veía.
Cuando una hora después salí a la
calle, todo el mundo pensó que había sido una tarde de coraje y valor. Todo lo
contrario: yo estaba más asustado que todos los que estaban en la calle. Me
quedé dentro hasta que pasó y se serenó todo.
Aquello pudo durar unos quince
minutos. No de movimiento continuo, sino “espasmódico”; es decir, que hubo un primer
movimiento fuerte y luego calma unos instantes, después uno débil y calma,
luego otro fuerte.
A pesar de que prácticamente todas
las casas resultaron dañadas, los muertos no pasaron de cincuenta y los daños
materiales no fueron mayores por el tipo de construcción. La mayoría de las
casas eran de bahareque, que es muy flexible, no macizas. Horcones de madera
unidas con cañas y recubiertas de barro. Las casas se mecían como árboles.
A las pocas semanas Cumaná comenzó
a llevar su vida normal. La gente comenzó a tomar confianza y siempre quedaba
algún cuarto más o menos servible y todo el mundo se fue acomodando poco a poco
en sus casas. La ayuda del gobierno fue verdaderamente ridícula. Dio 500.000
bolívares que tal vez alcanzaran para alimentar a la población de Cumaná
durante un mes. No más. Sin embargo, este es un pueblo trabajador y en poco
tiempo ya se había reactivado la vida económica, se comenzaron a reparar las
casas y negocios, aparecieron nuevas empresas.
A pesar de la cercanía del mar, no
hubo maremoto. Pero el nivel del agua sí subió. Se inundó eso enorme sabana que
hoy está construida, donde vemos el viejo aeropuerto y la Zona Industrial de
San Luis; eso era una inmensa sabana de kilómetros para adentro y el mar llegó
hasta el cipote viejo. Tal vez subió medio metro y luego se fue extendiendo.
Menos mal que no hubo maremoto propiamente dicho, con sus consecuencias
catastróficas.