Fotografía de Adonay Pernia
Por ALBOR RODRÍGUEZ
Nacido en Cumaná, en 1984, se aseguró un lugar en la
nueva narrativa con el libro de cuentos Bosque
salvaje, merecedor del IV Premio Nacional Universitario de Literatura.
Profesor en la Universidad de Oriente, núcleo Carúpano, vive en Casanay. Su
cuento más reciente, “Historia para un personaje”, fue finalista del II Premio
Nacional de Literatura Rafael María Baralt.
Hay que imaginar a un niño de seis años de edad mientras
escucha atento por la radio al mismísimo Andrés Eloy Blanco: el poeta cumanés
está recitando “Las uvas del tiempo” a poco de sonar las doce campanadas. La
familia Cardoza Figueroa solía recibir el Año Nuevo en casa de la abuela
materna, que vivía en Las Trincheras, un caserío del suroeste del estado Sucre
que queda a quince minutos de Cumanacoa. La imagen era la de unas setenta casas
ordenadas en dos únicas calles que al final confluían en una sola.
Seguramente, el niño ni siquiera entendía el poema, pero
algo iba captando su atención. Reinaldo Cardoza, que ahora tiene 32 años,
recuerda con claridad la escena de aquella noche porque su mamá lo andaba
buscando con desesperación. Las Trincheras queda entre el pie de una montaña y
las orillas del río Manzanares, por lo que un niño extraviado hace pensar lo
peor. “Aunque es un pueblo pintoresco, de clima agradable, fresco por las
noches y en temporadas de lluvia, no atrae a turistas ni suele tener mayor
movimiento de personas. Los únicos foráneos son los que vienen a visitar a sus
parientes”. Pero la casa de la abuela Antolina, a escasos cincuenta metros del
río, estaba llena de visitantes. Solo faltaba Reinaldo.
El niño se había ido a la casa contigua, la de la tía abuela
Petra, menos visitada por falta de descendencia. Ambas casas eran de techos
altos a dos aguas, paredes blancas de bahareque, pisos de cemento pulido,
jardines con flores, pocos cuartos, sala estrecha, cocina con fogón a leña.
Pero en la de la tía Petra, además, había un amplio corredor en la parte
trasera que llevaba a una radio. Y de esa radio salía la voz de Andrés Eloy
Blanco: Madre: esta noche se nos muere un año.
Ahí lo encontró su mamá, asustada todavía: “¡Muchacho, vas a
recibir el año escuchando radio!” Qué lo había atrapado de aquel poema, no
puede recordarlo. “No creo haya sido el contenido, porque leyéndolo ahora, y es
un gran poema, me cuesta creer que un niño de seis años lo hubiese entendido.
Tampoco creo que haya sido por la voz de Andrés Eloy, que siempre me pareció
poco musical”. Pero algo había ocurrido ahí.
En 2006, formándose como promotor de lectura, en las manos
de Reinaldo cayó un libro del pedagogo francés Daniel Pennac: Como una
novela. Entonces entendió por qué le gustaba tanto leer literatura, por qué
había acertado al estudiar Educación, mención Castellano y Literatura, por qué
le interesaba la escritura. “Hasta ese momento, mi experiencia como lector,
incluso mi trabajo creativo, estaban muy separados del trabajo docente que
estaba emprendiendo. Hasta que leí esa cartilla, que todo promotor de lectura
debería conocer”.
A raíz de ese libro, Reinaldo buscó aquellas experiencias
que le hubieran sembrado ese gusto por leer y escribir, que le hubieran
contagiado esa “enfermedad de transmisión textual”. “Para Pennac la noción de
lector es amplísima, pues no se resume solamente a quienes saben leer. Los
niños que escuchan historias, o a quienes sus padres les leen cuentos en voz
alta, son también lectores. Esas historias que escuchan les despiertan la
imaginación. Ahí nace un lector, incluso si aún no tiene dominio de la lengua
escrita”.
Entonces fueron adquirieron sentido aquellas experiencias de
la infancia: el niño asombrado por aquel tristísimo poema de Andrés Eloy
Blanco, el niño que escuchaba las historias de fantasmas contadas por sus
padres, el niño que en sexto grado tuvo aquella maestra que lo marcó: Miriam
Ortiz. “Miriam nos leía en clases pasajes completos de Ana Isabel, una
niña decente, de Antonia Palacios. Cada uno de nosotros, con el librito en
mano, la escuchaba para luego comentar lo que nos parecía. A los doce años, ya
yo había leído los libros que mis hermanos tuvieron en bachillerato: Doña
Bárbara, Piedra de mar, Cumboto, Memorias
de Mamá Blanca… Permanecían guardados en una caja de madera porque no había
muchos libros en casa. Ya adolescente me tocó estudiar en el internado que Fe y
Alegría tiene en el Valle de San Javier, en Mérida. Allí tuve dos profesoras
también muy significativas: María Elena de González, que terminó siendo mi
madrina de confirmación, y Zuleyma Uzcátegui”.
“Esa maestra y esas dos profesoras leían muy sabroso.
Zuleyma era una provocadora. Ella nos leyó, por ejemplo, ‘El almohadón de
plumas’ y ‘La gallina degollada’. Con su lectura nos atrapaba, nos seducía.
Luego nos daba libertad de leer lo que quisiéramos en la biblioteca, que era
muy buena. Ahí nos recostábamos en los sofás o nos tirábamos sobre las
alfombras a leer. No había ninguna exigencia distinta a leer”.
Lo mágico, lo real
Cuando Reinaldo menciona “El almohadón de plumas” o “La
gallina degollada”, de Horacio Quiroga, es fácil atisbar cierta familiaridad
con sus cuentos. Los que ha publicado hasta ahora en Bosque salvaje (2012),
ganador del IV Premio Nacional Universitario de Literatura; en Antología
de jóvenes narradores sucrenses (2008); o en la revista Zona Tórrida,
en 2013, son cuentos realistas que se encienden por irrupciones
extraordinarias.
Hay escritores que desdeñan la historia personal. Pero ese
no es el caso de Reinaldo. Basta conversar con él para saber que su narrativa
tiene un fuerte resabio autobiográfico. La experiencia de vida, expuesta a los
códigos de un cierto realismo mágico, alimenta sus historias. Admite que la
lectura de García Márquez ha sido una referencia de mucho peso: “sobre todo por
su manera de contar”. Pero también recuerda un seminario sobre objetos
fantásticos y su representación en la literatura que, al final de su carrera en
la Universidad de Oriente, fue impartido por Adriana Cabrera. “Nos hizo leer, por
ejemplo, cuentos de El libro de arena, El Aleph y
‘El Zahir’, de Jorge Luis Borges. Allí encontré seguridad para fundir historia
personal con referentes fantásticos”.
Orígenes
Reinaldo nació en el seno de una típica familia venezolana.
Estudió Primaria y Secundaria en instituciones creadas por Fe y Alegría. Su
madre, Noemí, creció en Las Trincheras, sin poder completar el bachillerato.
Antes de dedicarse de lleno a la crianza de sus hijos, trabajó como auxiliar de
maestra rural en un caserío al que se llegaba en bote. Su padre, Rafael,
provenía de familias oriundas de Mochima y Nurucual.
La pareja se mudó a Cumaná y se acomodó donde pudo.
Estuvieron entre las familias de una invasión que luego el Instituto Nacional
de Vivienda transformó en un barrio con casas austeras pero bien construidas.
Los primeros residentes, entre los que estaban Noemí y Rafael, lo bautizaron
como Fe y Alegría, pues desde mucho antes existía allí el colegio San Luis, al
lado de la capilla San Luis Gonzaga, cuyo sacerdote atendía toda la zona de la
carretera hacia Puerto La Cruz.
Allí criaron a sus seis hijos y los pusieron a estudiar en
el colegio que quedaba a pocos metros de la casa. Hoy todos los hijos son
profesionales. El padre, que trabajó toda su vida como vendedor ambulante de
comida, pasaba buena parte del año fuera de casa llevando carritos de pinchos,
perros calientes, cotufas y raspados de feria en feria. No quería que, bajo
ninguna circunstancia, los muchachos trabajaran sin antes haber estudiado una
carrera. “Papá creía en el estudio como una posibilidad de ascenso social. Era
ley que teníamos que estudiar. Él decía: ‘Yo me he quemado las pestañas y no
quiero que ustedes pasen trabajo’. Como herencia nos dejó a cada uno un título
universitario. Yo soy el penúltimo de mis hermanos, y el único que cursó una
carrera humanística”.
La madre de Reinaldo y sus hermanos, siendo niños, los
llevaba a cuanta actividad tenía lugar en la tradicional calle Sucre de Cumaná,
el epicentro cultural del centro histórico de la ciudad donde están las casas
de José Antonio Ramos Sucre y Andrés Eloy Blanco. En las escalinatas de la
iglesia de Santa Inés, se organizaban conciertos de la Orquesta Sinfónica y
espectáculos de danza y teatro. Allí vio muchas obras de la agrupación
Rajatabla, “sin saber qué era Rajatabla ni tener conciencia de lo que
representaban”. En 1995, vio Sucre, el sueño del hombre, un
espectacular montaje hecho al aire libre en el aeropuerto viejo de Cumaná a
propósito del bicentenario del prócer cumanés. Tenía para entonces once años.
Historias de familia
Los muchachos crecieron escuchando las historias que los
padres habían traído de los pueblos donde nacieron y que los abuelos
alimentaban con más detalles. “La casa”, por ejemplo, uno de los cuentos de
Reinaldo recogidos en la Antología de jóvenes narradores sucrenses habla
de niños fantasmales que recorren la “enigmática casa familiar”, tal como se lo
contaba su padre. “La niña”, también en la misma antología, relata la historia
de una madre que encuentra a su pequeña hija dormida: “pasa una hora velándole
el sueño y luego advierte que su corazón no late”. La cree muerta y envía a su
hija mayor a buscar a la madrina. La casa quedaba en un bosque lejano. La
emisaria –que viene a ser la madre de Reinaldo, tal como sobrevivió en sus
recuerdos– emprende el viaje iluminando la noche con una lámpara de kerosene,
que le sirve para atravesar el río Manzanares. La mayor parte del cuento se
centra en la travesía de vuelta, cuya atmósfera es de terror. Al regresar, la
emisaria observa sigilosa el ritual que hace la madrina ante una enorme piedra,
tras el cual la niña que duerme revive.
“La posibilidad de que en Cumaná hubiera un maremoto es una
idea con la que crecí. Esa posibilidad de que el mar se apoderara de todo
siempre fue para mí una imagen revestida de misterio, tan atractiva como
amenazante. De niños también nos hablaban de una culebra de agua. Nos quedaba
la incógnita de si era una culebra que vivía en el agua o de si el agua formaba
una culebra. Esas posibilidades me atormentaban. En otra versión nos decían
que, de Cumaná a Cumanacoa, había una culebra de agua que, al moverse, producía
temblores. Cuando uno despertara, el agua ya habría acabado con la ciudad”.
Hasta qué punto esa historia lo marcó puede apreciarse en
“Ciudad de agua”, de su libro Bosque salvaje. Se trata del relato
de un hombre que viaja en autobús desde Caracas. A poco de llegar a su destino,
el autobús se vuelca. Y entonces sueño y realidad se confunden: el hombre se
sumerge en el agua que ha ocupado por completo la ciudad a la que regresa:
Cumaná.
Si bien Reinaldo reconoce las anécdotas que le contaban
padres y abuelos, más que anécdotas le interesaban las atmósferas. “En ‘La
niña’ no solo está presente el misterio, sino una atmósfera de soledad, de
oscuridad. Nuestra realidad está plagada de elementos que no sé si llamar
fantásticos o sobrenaturales. Son tan recurrentes que a veces los vemos como
naturales. Y eso me fascina. Mi escritura se ha alimentado de historias que
sobreviven en el imaginario, como si fueran cotidianas”.
“Mi madre llamaba a los aparecidos aparatos. De
niño, yo escuchaba esa palabra y me podía imaginar cualquier cosa, menos un
espanto o un fantasma. Mamá nos contaba que, siendo niña, la mandaban a
llevarle el desayuno a sus padres, que vivían en un conuco lejos de casa. En
ese camino intrincado, de regreso, ella se encontraba con los aparatos,
que eran hombres sentados a un costado del camino. Ella les hacía preguntas y
ellos ocultaban la cara. Esta historia tiene relevancia para mí no solo porque
mi madre la haya vivenciado, sino también porque me obligaba a preguntarme por
qué cuarenta años después mi madre no se atrevía a pasar por ahí. ¿Cómo podía
ser esto una invención si la impactaba de tal modo, incluso a plena luz del
día?”
El realismo aparente, eso es lo que le interesa. Lo
que se deriva de esos episodios o personajes que sus padres nunca cuestionaron
que fueran reales. De allí que en sus cuentos esas interrupciones de la
realidad no luzcan forzadas, sino más bien continuas dentro de lo posible. “Es
una herencia del relato fantástico: demostrar que la realidad no es
incuestionable, sino todo lo contrario: que tiene dobleces. Siempre hay algo
que podría estar oculto. Y eso me atrae mucho. El realismo postula: cómo es
posible que en una historia tan real aparezca un elemento que parece
cuestionarla y, al contrario de lo que se esperaría, el elemento lo que hace es
ratificar la naturaleza de lo real. Aunque sea un elemento sobrenatural,
terminamos convencidos de que eso podría haber pasado, de que eso podría ser
cierto. Todo es parte del mismo juego, de la misma estrategia”.
El momento de escribir
Reinaldo pensaba estudiar Ciencias Políticas en la
Universidad de los Andes, donde ya tenía un cupo asegurado, pero la muerte del
padre en 2001 lo obligó a volver y permanecer en Cumaná. A última hora se
inscribió en Educación, no muy convencido, donde termina yéndole muy bien. Se
graduó con méritos, en cinco años. Fue un descubrimiento para él, aunque la
lectura seguía siendo un entretenimiento.
En bachillerato solo escribía “tonterías de muchacho”,
manifiestos, cartas. Entre dos y tres amigos, en el internado, se escribían
durante las horas de estudio. Se imaginaban que habían pasado veinte años y
entonces se echaban cuentos de lo que habían vivido. Son los mismos amigos que
luego, al enterarse de que estudiaba la mención Castellano y Literatura, le
dijeron: “Es que eso era lo tuyo”.
Ingresa en la UDO en 2002, y a los dos años identifica a un
grupo de estudiantes de los semestres avanzados que organizaban recitales y
talleres de literatura. Él se incorpora. Eran muy comunes los recitales de
poesía y la lectura de cuentos. Entre ellos estaban Giussepie Pastrán, Orángel
Morey, Caín Marín y María Inés Pérez, entre otros, todos convertidos en narradores
emergentes gracias al empeño del escritor cumanés Rubi Guerra, autor de La
tarea del testigo.
Reinaldo no participaba en aquellas actividades literarias
tanto como deseaba. Su madre había sufrido un accidente cerebrovascular, cuando
él estudiaba en el internado, y ahora era paciente renal, necesitada del apoyo
de sus hijos. Sin embargo, entre una pausa y otra, el joven escribía. Primero
fueron cuentos que hoy le parecen “empalagosos y llorones”, luego otros cuentos
en los que Rubi Guerra identificó potencialidades que el estudiante se propuso
trabajar en un taller de novela. “En ese taller aprendí muchísimo. El estímulo
de Rubi fue invaluable. Para mí ha sido una influencia tremenda. Primero por la
lectura de su obra, luego por sus talleres y en última instancia por ese
trabajo que él hace al margen de recibir textos y comentarlos”.
En palabras del propio Rubi Guerra: “Conocí los cuentos de
Reinaldo antes de conocerlo a él. Hace diez años, una amiga común me habló de
sus textos y me mostró algunos. Me impresionaron el muy cuidadoso uso del
lenguaje y el desarrollo pausado de las anécdotas, libres de las estridencias
efectistas tan propias y naturales de quien está comenzando a escribir
historias. En esos textos iniciales había un acercamiento sereno y hondo al
tema de las relaciones familiares que hacía pensar en un autor de más edad.
Creo que esas virtudes se han acentuado con el tiempo”.
A finales de la carrera, la escritura pasa entonces de ser
algo que le gusta. Escribe cuentos que se anima a enviar a concursos; comienza
a publicar. Es el momento de perder el pudor. Y viene la Maestría en Literatura
Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar, que hizo sobre todo para
llenar los vacíos que tenía sobre la literatura venezolana. Concluye en febrero
de 2015 con un trabajo de grado sobresaliente que, precisamente, gira en torno
a la obra de Rubi Guerra.
Bosque salvaje lo escribió paralelamente al
proyecto de tesis de maestría. “Debía leer mucha teoría. Por lo que escribir
esos cuentos me sirvió de desahogo, de contrabalance ante las exigencias
académicas”. Y aunque los cuentos están precedidos de una advertencia que reza:
“Los personajes y hechos acá narrados pertenecen al orden de la ficción;
leerlos de otra manera sería violentar su naturaleza”, con ellos vuelve
Reinaldo a su historia personal: la del internado de San Javier del Valle,
donde se graduó como bachiller técnico en carpintería. Esa experiencia
permanece en sus recuerdos sin idealizaciones.
“Cinco viajeros emprenden la búsqueda de un recuerdo abandonado
en la juventud (comienza un breve ensayo de Lucía Jiménez sobre el libro,
publicado en el Papel Literario de El Nacional en agosto de
2014). Todos tienen en común el viaje, la nostalgia, la despedida y el
internado. Al final, todos ellos parecen transformarse en uno solo: Reinaldo
Cardoza, el autor. Su entrega, Bosque salvaje, es una pequeña
colección de cuentos un tanto melancólicos, llenos de hermosas metáforas sobre
la muerte y las despedidas, sobre crecer y sobre volver a casa”.
El título del libro, que originalmente iba a ser una novela,
pero que terminó siendo un conjunto de cuentos, está inspirado en el testamento
espiritual de José María Vélaz, el fundador de Fe y Alegría: “Del bosque
salvaje / quiero hacer un parque”. Si fue solo fuente de inspiración ese trecho
de su vida, o si puede leerse como un libro autobiográfico, da lo mismo para el
autor. “Bosque salvaje es sobre todo ficcional, aunque la gente
crea que es verdad. Si es verdad o mentira, eso es irrelevante. La literatura
siempre dice verdades. La literatura, aun con mentiras, siempre termina
diciendo verdades”.
Al encuentro de epifanías
Puesto en la tarea de sintetizar los grandes rasgos de su
escritura, Reinaldo recapitula: le interesa escribir cuentos realistas, luego
la sobriedad del lenguaje y por último la comprensión de los lectores. “Me
interesa ser leído; por eso no empleo un lenguaje rebuscado. Busco que mis
relatos comuniquen algo, al menos en ese primer plano de la comprensión. Busco
que la causa para abandonar la lectura de mis cuentos no sea la falta de
entendimiento”. También cree importante que el lector descubra algo, una noción
quizás heredada de Rubi Guerra. “Él cree fehacientemente en que el texto
narrativo debe provocar una epifanía. Sin epifanía no se logra la redondez
estructural del texto narrativo. Y yo me he ido percatando de que eso es así”.
“Cuando cuento me interesan dos cosas: una anécdota y cómo
puedo contarla, y luego cómo esa historia ayuda a descubrir algo. Y si no
descubrir, al menos que se produzca una reflexión elaborada a partir de la
lectura. Debe haber una identificación, una conexión. Hay historias que no
revelan nada, que gustan en sí mismas; son cuentos de cuentos, cuyo propósito
es la diversión. Pero si además se produce la identificación, esto es
valiosísimo. El gancho está en las relaciones que el lector establece con su
propia historia de vida”.
Esta búsqueda tiene mucho que ver con el trabajo docente que
ha llevado a cabo Reinaldo. Durante la carrera, fungió de preparador en la
asignatura Comprensión y Expresión lingüística. Y al graduarse en la UDO,
continuó en su misma casa de estudios como docente, primero como profesor
suplente y luego como instructor a tiempo completo. En 2012 se residenció en
Casanay –pueblo de pozas de agua profunda que quedaron al descubierto con el
terremoto de 1997–, luego de obtener la posición como profesor a dedicación
exclusiva en el núcleo de la UDO en Carúpano, siempre con materias vinculadas a
la literatura.
Su cuento más reciente, “Historia para un personaje”, todavía
inédito, obtuvo mención en el Premio Nacional de Literatura Rafael María Baralt
de 2014. Sumido en la cotidianidad de viajar cada semana a Carúpano para dar
clases, tiene entre sus planes hacer un doctorado. “Tengo pausas relativas en
las que escribo apuntes en mi cuaderno, reviso textos perdidos en la
computadora, reviso cinco o seis cuentos en proceso. No soy muy prolífico ni
aspiro a serlo. La escritura tiene sus momentos. Cuando no estás escribiendo,
estás pensando. No se deja de escribir. El proceso creativo nunca se detiene”.
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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de
las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016.
Compilación: Antonio López Ortega.