“Saber leer me pareció cosa mágica”
Luis Aristimuño nació en Cumaná el 2 de
enero de 1952. Licenciado en Educación y Magister en Literatura Venezolana,
actualmente es profesor jubilado de la Universidad de Oriente. Ha editado los
libros Voces (cuentos, 1990). I Premio
del Concurso del IPAS-ME, Los ojos del
ángel (cuentos, 2005). Dirección de Cultura y Extensión de la UDO y
Asociación de Profesores Núcleo de Sucre, Los
restos del Rey Zamuro (Novela, 2016). Edición digital. Portal Amazon.
https://www.amazon.com/Los-restos-del-zamuro-Spanish. Tiene inédito el libro de
cuentos Pajuelas en el cielo.
- ¿Recuerdas
cuando comenzaste a escribir? ¿Recuerdas las circunstancias, o el impulso, que
te llevó a ello?
Comencé a escribir a los nueve o diez. Claro, no tenía
ni la intención ni el convencimiento de que iba a intentar hacer tal cosa de
manera formal. Lo que recuerdo es que me gustaba la lectura. Saber leer me
pareció cosa mágica y la escritura vino como corolario. Tuve, además, una
enseñanza complementaria a la escuela con una maestra poco común entre nosotros:
una monja, la Madre Elías, colombiana de nacimiento y ya anciana, a la que
habían separado de muchas de sus actividades en un colegio de muchachas
díscolas. De manera que convino con mi padre, que en ese tiempo se ocupaba de
atender las tierras donde estaba enclavada esa institución, y que ahora es un
liceo, en darme clases --yo diría que eran más bien talleres—de lectura y
escritura. Era sumamente estricta y rezongona, pero estaba encantada con mi
interés. Y el primer texto se dio una vez que mi mamá se enfermó de gravedad y
me puse a pensar que si se moría se acabaría el mundo. Una noche tomé mi
cuaderno y escribí varias páginas. Recuerdo vagamente que los párrafos
comenzaban con un ritornelo que decía “Si me madre se me muere…” y luego
seguían algunas desgraciadas circunstancias que habrían de llegar. Por causas
desconocidas, el escrito fue descubierto por una de mis hermanas, quien se lo
leyó al resto de la familia. Y una vez yo entré de la calle a la sala de mi
casa y estaban todos llorando y comenzaron a mirarme de forma extraña y yo creí
que había llegado el final y comencé a llorar también. Pero mi hermana me tomó
del brazo, me alejó un poco y me dijo: “No es por ella. Lloramos por lo que
escribiste”. Como dije, empecé a escribir muy niño, pero me enserié en esa lid
mucho tiempo después, creo que bastante tarde. Más o menos a los 30 o algo más.
De hecho, mi primer libro, “Voces”, apareció en 1990, cuando ganó el Concurso
de cuentos patrocinado por el IPAS-ME. Laboraba como maestro de primaria.
- ¿Qué autores estabas leyendo en
ese momento? ¿Qué autores importantes se han agregado en los años siguientes
que sean significativos para ti?
En cuanto a los autores en específico de ese momento
recuerdo a una buena cantidad de autores de libros de aventuras que había en un
Centro de Recreación Dirigida del Consejo Venezolano del Niño (CVN), los
famosos CRD, institución ya desaparecida, por desgracia, que atendía a los
niños el medio día en que no teníamos clases en la escuela. Y había uno cercano
a mi casa. Para ingresar se debían cumplir varias condiciones: la primera y principal,
que fuera en un turno, mañana o tarde, distinto al de las clases. Si descubrían
que tenías clase, te llevaban a la escuela y te suspendían del centro por
varias jornadas. Luego, debías leer por lo menos una hora en la biblioteca, que
tenía, como ya dije, una gran variedad de autores clásicos de libros de
aventuras, entre los cuales puedo recordar a Julio Verne (casi toda la obra),
R.L. Stevenson, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, casi todo Mark Twain, J.
Fenimore Cooper, Charles Dickens, Louise May Alcott, (podría pasar un buen
tiempo si me propongo recordarlos a todos) entre otros muchos. Había una autora
inglesa, Enyd Blyton, una de mis preferidas de ese tiempo, precursora de J. K.
Rowling, de varios libros sobre un grupo de niños que viven aventuras llenas de
tensión y misterio en cada período vacacional en que salían a diversos lugares
(Después me enteré que ella fue una de las más prolíficas y leídas de su tiempo
(1897-1968) con setecientas y tantas obras escritas y más de cien millones de
ejemplares vendidos). Solo después de leer podías pasar al interior, a las
canchas y campos, a practicar deportes, que eran dirigidos por entrenadores de
Básquet ball, Volley ball, béisbol, futbol y natación. Mensualmente declarabas
cuántos libros habías leído y la bibliotecaria te hacía algunas preguntas sobre
el contenido para cerciorarse de que era verdad, pues se entregaba un premio al
que hubiera leído más. Ni que decir tengo que muchas veces me quedaba toda la
tarde o toda la mañana en la biblioteca y no practicaba deportes. Y que ganaba
casi todas las veces los premios. Y sin hacer trampas.
Además, uno de mis hermanos mayores (de siete), que
para ese tiempo tenía 18 y estudiaba en la UDO-Sucre, se empató con una dama
mayor que él que era lectora empedernida y compraba colecciones de autores clásicos.
Recuerdo haber leído en toda una noche (ya era un incurable lector nocturno que
preocupaba a mi mamá al encontrarme a las dos o tres de la mañana perfectamente
dedicado a esta actividad con una persistencia incomprensible para ella y mis hermanos)
el Germinal, de Emile Zola. Por la naturaleza dramática de este libro fue una
experiencia tremenda, entre el llanto y el desvelo. También me acerqué con
mucho a Balzac (la cuñada tenía una colección, de Aguilar, creo, con las
noventa y pico novelas de La comedia humana). En fin, mi cercanía primera fue
mayormente con clásicos, incluyendo a los nacionales, Gallegos (Doña Bárbara,
Cantaclaro, los cuentos), Miguel Otero Silva, Antonio Arráiz, entre otros.
Y puedo agregar que, durante mi adolescencia a veces,
en vacaciones, hacía algún trabajo para traer dinero a casa –trabajé de
ayudante de plomero y de albañil—y de esos días recuerdo algo que extraño de
aquel país de entonces: podía, con ese humilde emolumento, comprar libros cada
semana al recibir la paga. Y no de los de la sección de remates, sino de los
estaban en las vidrieras: los últimos best sellers o los novelistas de más fama
(así adquirí los Cortázar y los Borges). Para luego esperar la versión
cinematográfica que, con toda seguridad, llegaría. Podía vanagloriarme ante mis
amigos a la salida del cine con la frase: Yo leí el libro.
Sin
pretender exhaustividad ni certeza en los autores que me han marcado, juraría
que Julio Cortázar tiene mucho que ver. A veces me sorprende –bueno, ya no
tanto— utilizar modismos que vienen, indudablemente, de este autor. También
creo que la narrativa de Borges me ha marcado, sobre todo por la elegancia, por
el ritmo y la tesitura. Y existe otra influencia que, sin duda, está allí,
manifiesta en los giros que siempre me atraen del barroco fiestero: me refiero
a las novelas y ensayos de Severo Sarduy (sobre Maitreya, una de sus obras,
realicé mi trabajo de Grado en la Universidad). Creo que debido a esta
influencia a veces me atrevo jugar con oraciones largas que vayan dando vueltas
sobre sí mismas. Juego peligroso porque muchas veces se termina creando una
sinrazón, pero me gusta arriesgarme con la esperanza de conseguir alguna
afortunada expresión. También me impresionaron mucho los relatos de Dylan
Thomas. Y la prosa de Roberto Bolaño. En fin, no creo poderme quedar con uno o
dos autores de influencia definitiva en mi humilde ejercicio escritural.
- ¿Qué importancia le concedes al lenguaje en tu trabajo literario?
El lenguaje
o más bien la relación del escritor con el lenguaje significa todo en la
escritura. Si no está atraído por él sería imposible escribir. Y esto para mí
significa sentir la incomparable y tentadora sensación de poder descubrir
campos velados, extraños mundos y sensaciones tan placenteras como el sexo. Cada
relato, desde sus primeras manifestaciones en la imaginación del redactor,
exige una estrategia discursiva diferente. Y el autor tiene que planificarla,
sentirla, para que pueda tomar cuerpo. Es esa capacidad infinita de acoplarse a
las necesidades de la narración lo que hace que el lenguaje sea la base y la
coronación del relato. A mi me enamora el ritmo. Creo poder discernir cuando el
ritmo no está funcionando, ya sea por las palabras utilizadas o por los giros.
De allí que mi mayor trabajo en la relectura y corrección es tratar de obtener --.que
lo logre es otra cosa-- un texto bien balanceado, que pueda ser leído sin
sobresaltos, tersamente. De allí que comulgue con lo que decía Carver de auto
nombrarse, en vez de escritor, “cincelador de textos” o algo así.
- ¿Con qué autores, contemporáneos o no, crees que dialoga tu literatura?
La verdad es
tal cosa nunca me ha preocupado ni sabría identificarlos. O más bien debería
decir que creo que con muchos a quienes debo la gracia de poder crear textos narrativos.
Además, de saberlo, trataría de alejarme de su influencia. Cuando escribo
algunas cosas, como las relacionadas con crímenes, me aparece que vuelvo a los
tiempos en que leía mucha literatura negra, pero solo para no parecerme tanto. Y
cuando se trata de relaciones de parejas me recuerda a Corín Tellado, a quien
también leí profusamente, y trato de borrar todo parecido.
- ¿Percibes alguna transformación entre lo que querías escribir cuando
comenzaste y lo que escribes actualmente?
La gran
diferencia entre los que hacía en los primeros tiempos y los textos de ahora se
encuentra básicamente en la exigencia y autocrítica a la que los someto para
tratar de eliminar todo lo que pueda para acercarme a la expresión más cercana
y escueta –y, si se puede, brillante, insólita— que exprese la idea o la imagen buscada. Aparte de que
ahora me importa mucho más la tarea escritural, la que trato de ejercer a
diario, cotidianidad que la mala situación del país dificulta debido a lo
trabajoso que resulta sobrevivir; hacer que marche la casa que nos abriga y nos
brinda la tranquilidad necesaria para sentarnos a escribir.