Rubi
Guerra
Alexander
von Humboldt, junto con su amigo Aimé Bonpland, zarpó de Europa en la corbeta
Pizarro el 5 de junio de 1799 con destino a las costas americanas. Cumplía así
con un viejo sueño y daba inicio a una de las más interesantes aventuras
intelectuales del pasado. Sus exploraciones del mundo hispanoamericano lo
convertirán en el científico más famoso de su época. Sus escritos, doscientos
años después, conservan toda su importancia.
El
barón Humboldt llega por primera vez a la ciudad de Cumaná, capital de la Nueva
Andalucía, el amanecer del 16 de julio de 1799. Humboldt es un hombre de
múltiples intereses y se apasiona tanto por la vegetación como por las
características del suelo, las montañas, la sociedad colonial, las formas de
cultivo o los grandes movimientos telúricos que en distintas épocas habían
asolado la región.
El
castillo de San Antonio, principal obra defensiva de la ciudad, no le parece especialmente
impresionante; a lo más considera que se “exhibe de un modo muy pintoresco a
las naves que entran en el puerto”. La ciudad se extiende al pie de la colina del
castillo. Esta colina es, según Humboldt, “aislada, desnuda y blanca, despide
al mismo tiempo una gran masa de luz y color radiante”. Aparte de la
construcción militar, no hay nada que pueda atraer de lejos la mirada del
viajero. Sólo tamarindos, cocoteros y datileras se elevan sobre los tejados. No
es extraño que así sea, ya que la frecuencia de los terremotos impide la
construcción de edificios importantes. Algunas llanuras de aspecto triste y
polvoriento contrastan con la “vegetación fresca y vigorosa que sigue las
sinuosidades el río.”
Las
ruinas de otro castillo, Santa María, les proporciona a los viajeros un sitio
para disfrutar, a la puesta del sol, de la brisa del mar y el espectáculo del
golfo. Por encima de la costa de Araya, era posible ver el promontorio de
Macanao, en Margarita. Y, hacia el oeste, las isletas de Caracas, Picuíta y
Borrachas.
La
apacible y provinciana sociedad se inquietaba por pocas cosas. Vivían en paz
con los indígenas guaiqueríes de la región, el control del gobierno colonial
era poco severo, y si bien la mayoría de los agricultores no eran ricos, al
menos tenían suficiente para vivir. El mar, y sobre todo el río, eran un
símbolo del equilibrio de la tranquila ciudad.
Para
la fecha, el río Manzanares era de aguas muy claras “y felizmente no se parece
en nada al Manzanares de Madrid”, en sus orillas, a la sombra de gigantescos
árboles, se organizaba parte importante de la vida social de los habitantes de
Cumaná. Los niños pasaban una parte de sus vidas en el agua, y prácticamente
todos los ciudadanos, “aun las mujeres de las familias más ricas”, saben nadar.
No tenía esto nada de extraño. Era costumbre que en las noches, vestidos ligeramente
hombres y mujeres, colocaran sillas en el agua, y se dedicaran a fumar y
conversar, gozando de la frescura del río y la claridad lunar. ¿De qué se
conversaba? De las cosechas, de las lluvias, de la sequía, “y ante todo sobre
el lujo de que acusaban las damas de Cumaná a las de Caracas y La Habana”.
Definitivamente, nada inquietaba a los cumaneses, ni siquiera las babas o
pequeños caimanes que a veces se acercaban a los bañistas.
El
calor, la aridez y la falta de lluvia son señalados por Humboldt repetidas
veces como características de esta zona; pro también le llama la atención la
extraordinaria vitalidad encerrada en estas tierras: “La árida llanura de
Cumaná presenta, después de fuertes aguaceros, un fenómeno extraordinario.
Humedecida la tierra, exhala, al recalentarse con los rayos del sol, ese olor
de almizcle que en la zona tórrida es común en los animales de clase muy
diferentes, el Jaguar, a las pequeñas especies de gatos-tigres, al Chigüire, al
buitre Gallinazo, al cocodrilo, a las víboras y serpientes de cascabel. Las
emanaciones gaseosas, que son los vehículos de este “aroma”, parece
desprenderse sino a medida que el mantillo que encierra despojos de una
cantidad innumerable de reptiles, gusanos e insectos, comienza a impregnarse de
agua”. Decía el investigador que era sorprendente la variedad de formas de vida
que se desarrollan, transforman o descomponen en nuestros suelos. “La
naturaleza en estos climas parce más activa, más fecunda, y diríamos más
pródiga de vida.”
Es
evidente que en tiempos remotos el mar ocupaba gran parte de lo que hoy es la
ciudad de Cumaná. Humboldt también se ocupa de esto y emite su opinión: “Una
retirada lenta de las aguas dejó en seco aquella playa amplia en la que se
eleva un grupo de montículos compuestos de yeso y brechas calcáreas. La ciudad
de Cumaná está apoyada en este grupo, que antaño fu una isla del golfo de
Cariaco.”
La
ciudad propiamente dicha se extendía entre el castillo de san Antonio y los ríos
Manzanares y Santa Catalina. La bifurcación del primero creó una zona fértil
donde los agricultores sembraban bananas y otras plantas: eran las charas.
Humboldt
hace una bella descripción del cielo de Cumaná, donde, sin proponérselo, resume
casi trescientos años de contradicciones: “Un cielo puro, enjuto, que sólo
exhibe algunas ligeras nubes al ocaso del sol, reposa sobre el océano, sobre la
península destituida de árboles, y sobre las planicies de Cumaná, mientras que
se ven las tormentas formándose, acumulándose, y resolviéndose en lluvias
fecundas en las cimas de las montañas del interior. Así como al pie de los
Andes, el cielo y la tierra en estas costas presentan grandes oposiciones de
serenidad y neblinas, de sequedad y chubascos, de esterilidad absolutas y
verdes sin descanso renaciente.”